El sábado 22 se cumplieron dos décadas de la muerte de Luca Prodan y, como suele suceder ocurrir cada vez que algún medio decide homenajearlo, desfilaron amigos y no tanto para recordar anécdotas que a esta altura del partido ya nos suenan parecidas.
Algunos hablan desde el legítimo vínculo que habrán sabido tener en su debido momento o lugar (porque Luca no fue solo Sumo de la misma forma que Sumo tampoco fue solo Luca) mientras que otros cazan la guitarra para cantarnos/contarnos “una que sepamos todos”.
Es que pasan los años (“el tiempo pasa y nos vamos poniendo tecnos” cantó alguna vez), pasan los amigos, pasan las historias y, pasando en limpio, lo que más queda de Luca es que: era un borrachín que cantaba cosas como “La rubia tarada” o “Viejos vinagres”, que le dijo a los Virus que eran “unos putitos” y que, por morir joven y quebrado (física y económicamente), se convirtió en ídolo y modelo de multitudes.
Pues bien, era un poco más que eso. Por empezar, un tipo que renegaba de todas esas cosas. Que vivía en una lucha constante con su pasado y su presente, que quería cambiar su vida, que quería acomodarse, que quería sentar cabeza. Se molestaba cada vez que alguien lo idolatraba, porque no creía que una vida tan tormentosa y oscura como la suya fuese digna de veneración. Tal vez el rock fue su principal enemigo a la hora de ser lo que nunca fue: algo más que la simple cara de una mochila o de una remera.